LA FORTUNA DE LEER
LEER ES EL VIAJE Y LA META.
EL LIBRO QUE QUISIMOS HACER, ESE NOS HIZO.
Para
Antonio Cisneros
por
los libros que leyó para escribir.
Mi crédula infancia, con sotanas de sombras,
patios cementéreos y una biblioteca oscura donde alumnos uniformados (todo era
uniforme entonces) leíamos libros debidamente expurgados para niños debidamente
expurgados. Comenzó así la fortuna de leer, la obstinada artesanía de poblarnos
de existencias ajenas con la imaginación robada a los piratas: cada libro, una
vida en colores sobre nuestra vida gris y mineral; todo libro, una isla de
tesoros elementales, tan lejanos aún de la cegadora fiesta del estilo con la
que el tiempo comienza a despedirnos a los cuarenta años – cuando entendemos
que no basta que se digan las cosas, sino también cómo están dichas-. Crecer es
crecer de El Tigre de la Malasia a Los Ríos Profundos.
Después de la fe de la niñez, el cisma alegre
de la adolescencia: la primera comunión con Henry Miller, Bertrand Russell,
Jorge Luis Borges y con el cojitranco malhablado de Quevedo… Embriaga – como la
borrachera inaugural – el salto del Índex Librórum a la imaginada Pequeña
Biblioteca del Joven Disoluto. Todo es entonces un complacido desorden: la
vida, un juego recién descubierto (ya se sabe que, a los veinte años, la vida
es eterna). Los libros se funden entre sí y son uno solo que es todos y
ninguno: una espesura de voces, un naipe de historias, un volumen mágico,
infinito y caótico.
A los veinte años, uno no se deja amedrentar
por el buen gusto, y todo se ingurgita hacia un estómago hecho a prueba de best sellers: desde el código de lectura
realmente penal hasta novelas policiales donde el asesino es el mayordomo pero
el criminal es el autor. Los mismos ojos que ayer deslumbró el sol enloquecido
de Góngora, lloran después, inconsolables, por un estilo que ha caído por
debajo de la línea de pobreza. Incurrimos también en el libro-dieta, sin gracia
(bajo de sal), y en la obra retornable que, con el tiempo, vuelve a su
condición de inédita. Transigimos con el autor desmedrado y parco que, en el
escribir poco, ha encontrado la manera más cortés de ser ilegible, y nos invade
el novelista prolífico cuyo talento murió en una explosión de creatividad.
Ya en el frenesí omnívoro, caemos en libros de
sociología, que sacan el contexto fuera de la frase; en obras filosóficas que,
como no tienen mucho que decir, no se arriesgan a ser entendidas; en novelas
redactadas con tal descuido, que parece que un temblor les hubiera sacado el
desgreñado estilo de la cama, y también leemos aquel volumen pleno de frases
que nunca, pero nunca, serán borradas del olvido. Había, pues, que leer con
avaricia, aunque ya comenzábamos a sospechar que el amor por la lectura es una
cualidad que la gente celebra como virtud y elude como vicio. Es la misma gente
que se alarma pues, por jugar con la computadora, los niños descuidan el
televisor.
Con el tiempo pasa el tiempo y, salvo que a uno
lo haya convencido el Manifiesto
consumista, se sabe que es hora de parar la comilona y de que los ojos
sienten cabeza. Al iniciar el quinto decenio, si uno ha leído demasiado, ya es
casi un libro y comienza a perder hojas al viento del desengaño. Uno se
pregunta entonces cómo, alguna vez, hurgó en el desconsiderado sánscrito de las
estadísticas, y cómo estibó fardos impresos de econometría, y cómo, en los
libros sociológicos, uno siempre acudió a las citas de pie de página. Son
amores que nunca fueron y se pierde ya, para siempre, en la “fuga irrevocable”
de la hora.
Sabemos ya que leer la novela rosa, sosa, que
muchos celebran, es una de las grandes oportunidades que hay que dejar pasar.
Nos despedimos del autor “superventas” (nada le sobra a su falta de estilo) y de los ensayos arduos sin belleza y de prosa
de ricino. Se nos caen en las orillas del río de la vida mientras seguimos
navegando con los pocos textos elegidos.
Desde el otoño prematuro de los cuarenta años
no leemos menos - salvo que el jefe esté mirando -, pero sí leemos mejor pues
aceptamos que hemos entrado en la fila de salida, y porque ya conocemos los
asuntos y a los autores que nos acompañarán hasta el final de la aventura.
Arribamos al lento paraíso de leer cuando los
trabajos y los días van con paso yuppie
a nuestro lado mientras a nosotros nos detiene una metáfora en la incansable
sorpresa de sor Juana Inés:
“aun es para tus sienes cerco estrecho
la amplísima corona de tu fama”.
Así, leyendo por el gusto a los clásicos sin
tiempo, aprendemos la gran lección de no estar al día (hoy es la forma más
tenue, callada y solitaria de la rebelión) y comprendemos la moraleja de que el
libro no es moda y de que la literatura no es éxito.
En la madurez ya no hay que leer mucho, pero
hay que leer siempre, incluso en esos días terribles en los cuales las horas de
lectura son minutos. El gozo está en la calma. Uno lee cada vez con más y más
lentitud, como si volviera a la infancia y empezase otra vez el infinito
abecedario de los libros. El leer por el gozo es un viaje a ningún lugar: leer
es la meta. “Soy un lector hedónico”, dijo Jorge Luis Borges, y añadió: “No
puede haber lectura obligatoria como no puede haber felicidad obligatoria”. En
esto se parecen la lectura, el matrimonio y el socialismo: cuando obligan,
fracasan.
¿Qué permanece de tantas y tantas lecturas, que
fueron como surcos en el aire? Lo mismo que queda de un viaje: solo recuerdos;
pero, si se rememora con placer, valió la pena haber viajado.
En cuanto a lecturas, el pasado siempre es hoy:
se equivocan quienes creen que está pintado de sepia.
Por fin, arribamos a la relectura, etapa última
y superior de la lectura. Recuperamos entonces el presente perfecto olvidado
que nos arranca las penas de la vejez, de la soledad y del fracaso de dejar el
mundo tan injusto como lo encontramos. ¿Quién sabe si, en nuestro último día,
nuestra mayor ambición frustrada será el no haber escrito ese libro – ese único libro – cuya lectura nos cambió la
vida?
No obstante, si nos hizo mejores, también
nosotros lo habremos escrito. El libro de otro que quisimos hacer, ese nos
hizo.
(Noviembre de 1997).
VALLEJO CENTRAL
LOS GENIOS SALTAN DE LAROUSSE A TRILCE.
Escritor genial es el que pasa un idioma por el
ojo de una aguja: hila las palabras y las entrega en textos fascinantes (“texto
significa “tejido”). Después de leer los sonetos del Heráclito cristiano, de Quevedo, o la Historia universal de la infamia, de Borges, uno mira al vacío y
duda de que cosas así puedan hacerse con el mismo idioma con el que compramos
pan y hablamos del clima mientras esperamos el ómnibus.
El genio toma la inmensa masa del lenguaje, le
descoyunta la sintaxis, le prende fuego al diccionario y, sobre las brasas,
forja palabras calientes. Genio es quien convierte el Pequeño Larousse en Pedro
Páramo, o el que, con los huesos rotos de la gramática nebrijana, arma las Soledades de Góngora (fue Góngora).
César Vallejo fue un genio con toda discreción
(lo descubrieron después, y se pasó la voz). Trilce (1922), su libro más vanguardista y redentor, nació entre
indiferencia de un país que también era provincia. Casi nadie intentó saber que
había aparecido el poemario aquel, al cual algunos críticos llamaron hoy el más
importante de la poesía en lengua española de este siglo. Un cholo remoto y sin
Europas había partido en dos el hilo de oro del modernismo exhausto y había
fundado la vanguardia.
Trilce
es como si dijésemos un atentado contra el idioma del pan y el ómnibus. Es un
salto con lesiones semánticas:
“Grupo dicotiledón. Obertura
desde él preteles, propensiones de trinidad,
finales que comienzan, ohs de ayes
creyérase avaloriados de heterogeneidad.
¡Grupo de los dos cotiledones!”
Vallejo pulseó así los extremos oscuros del
lenguaje. Desde dentro empujó un torrente de palabras nuevas, de significados
vírgenes, salvajes, que bajaron libres por las calles.
En su ensayo Defensa de la minoría literaria, el poeta español Pedro Salinas cita
al lingüista Julius Stenzel, quien explica así los delirios fecundos de los
genios del lenguaje: “Antes de que viniera el poeta con su obra, nadie sabía de
lo que era capaz una lengua; es decir, lo que era cabalmente”. Así pues, el poeta radicalmente innovador está
obligado a producir el futuro. Él es la etimología de la palabra de mañana,
de la idea que aún no existe. Si recordamos las diferencias que hay entre
lengua y habla, comprenderemos que – sin que aquí importe la política – el
genio literario es la extrema izquierda del habla, así como el gramático
fosilizado es la extrema derecha de la lengua.
César Vallejo es un clásico de eterno retorno.
A las ensenadas de su mar vuelven los viejos y llegan los jóvenes. Estos,
precisamente, necesitan de Vallejo para amarlo, y para negarlo después con un
amor opuesto y creador; y, para todos, buena guía del Vallejo central será este
libro antológico: “Sombrero, abrigo,
guantes” y otros poemas1.
La selección corresponde a José Manuel Arango.
El libro incluye un prólogo de Fernando Charry Lara y un estudio del poeta
peruano Edgar O’Hara. Se añaden una recopilación de citas sobre Vallejo, una
bibliografía de este y una cronología de su vida.
Por dos puertas se entra en este libro, pues
exhibe dos portadas, invertidas. Tiene dos caras, pero no es hipócrita; al
contrario: anuncia la sinceridad de la más alta poesía. Vallejo, mar encrespado
de pasión y lágrimas: hay que perder nuestras palabras en él para hallarles el
camino de su libertad.
1 César Vallejo: “Sombrero, abrigo, guantes” y otros poemas. Antología y estudios. Editorial Norma, Bogotá, 1992.
PERRO DE NUEVA YORK
EL PELIGROSO MUERTO HENRY MILLER
TIENE AÚN MUCHO QUE DECIR.
Para Agustín
Haya, otro
clandestino
cultor de H.M.
Ya de niño me gustaba la música del recuerdo;
el único inconveniente era que no me recordaba nada. Extraña condición esa, la
de ser vanguardia del pasado. Quizá, en el fondo, uno nunca cambie: algunos son
siempre conservadores, otros son siempre inconformes, y otros son las dos
cosas, conservadores rectificados por el sentido de la justicia. Así, se crece
oyendo que el mundo está bien hecho, pero uno entra en sospechas y termina
pensando que el mundo giraría mejor si todos quisieran enseñar al que no sabe y
ayudar al que no puede, en vez de ejecutarles el evangelio caníbal de la
competencia: “Tomad y comed, que es vuestro prójimo”. Ilusión conservadora.
A los 18 años, mi lado doctor Jekyll iba para
señor, hacia una linda profesión en la vida y con una corbata en el alma.
(Después aprende uno que la respetabilidad puede ser solo un estado primario de
la falta de imaginación.) Entonces ya había cursado la escuela paralela de los
libros: había sido el quinto de los tres mosqueteros, pirata honrado en la
Malasia, transeúnte por el centro de la Tierra, y gladiador apostólico y romano
en Quo vadis?, novela compuesta por
un señor polaco de apellido tan heraclitiano que nadie puede escribir dos veces
en la misma forma.
De aquel camino de perfección m sacó un
accidente bibliográfico. Cierta tarde de 1968, un amigo me invitó a conocer a
un sexagenario jubilado que gustaba de narrar aventuras libertinas de su vieja
juventud, ante un auditorio de cuasipoetas, semibohemios, parahippies y
plenivagos. Me sumé. Entonces era yo prehistoriador; ahora soy posperiodista.
El viejo era un Sócrates de entrecasa que, en
el ágora nocturna de un salón frugal, pontificaba a lo pagano con voz
oscurecida de tabaco negro y recordaba tras el humo:
- Cuando esa mujer me dijo adiós, sus palabras
sonaron peor que la Sonora Santanera.
Sus manos frecuentaban hondos vasos de licor
broncíneo, y los cubos de hielo resonaban entonces como campanillas de oro que
llamasen al ofertorio del güisqui. Pronto salió a andar por la conversación un
libro aún vestido de una leyenda negra de censuras. El viejo me lo dio: tenía
la generosidad de prestar libros para siempre. Era una traducción mejicana de Trópico de Cáncer, en un ejemplar
descabalado por el tránsito de manos. Lo leí con un asombro que me ha durado
décadas.
Trópico
de Cáncer, de Henry Valentine Miller (1891-1980), había
sido publicado en 1934, en París, por una editorial de habla inglesa y
prohibido de inmediato en Gran Bretaña y Estados Unidos. Solo casi treinta años
más tarde, después de tumultuosos procesos judiciales, la impresión del libro
fue autorizada en aquellos países.
Hay libros que son como banquetes que necesitan
de un momento y de una temperatura para dar sazón y gozo. El libro de Miller
requiere de un instante preciso de la juventud: el que separa la inocencia de
la infancia, de la verdad del mundo, aunque esta sea una verdad alucinante y
dura. Debe leerse a Miller antes de los veinte años, cuando todo el cuerpo se
inclina hacia el asombro. Después será algo tarde y habremos pasado caminando
por donde debimos dar un salto.
Miller llegó a París en 1930, a los cuarenta
años, sin dinero, sin trabajo, ansiando ser el escritor de un solo libro – del último libro en el mundo -, el que
enterraría a todos los demás porque, después de su testimonio sangrante, ya no
habría nada que decir. De hecho, Trópico
de Cáncer, es un libro que se narra a sí mismo porque es el estrepitoso
relato de su propia creación. Es una cínica autobiografía de la realidad (la
autobiografía es uno de los géneros que ha producido magníficos libros de
ficción). Trópico de Cáncer se sale
de lo común, y por el mal camino.
En París, Miller se asocia a una pandilla de
escritores holgazanes, artistas chiflados, chulos urgentes y mujeres fatales,
que se engañan y se necesitan entre sí. Entregados al expresionismo de las
malas palabras, forman un peligrosísimo tropel donde es imposible distinguir
porque todos son pícaros y flagelantes, mentirosos crónicos y falsos
confesores.
Por hoteles de mugre y tisis, por parques donde
duerme como un perro, Miller lleva los originales de su libro. Crecen devorando
por la noche a los personajes a los que el autor ha dado el sablazo de unos
francos en el día. No hay aquí modo de separar la vida de la obra, y este es el
asalto que el neoyorquino vagabundo gana por knock out a los naturalistas del siglo XIX, tan complacidos en su
retratismo de los bajos fondos. Aquellos escribían con guantes de goma para no
tocar la podre, y sus libros huelen al formol puritano del patólogo. (Como a
los falsos amores, a los naturalistas los mata la distancia). En cambio, en Trópico de Cáncer, autor y libro son una
moneda de una sola cara. La garganta es el grito.
La fama de este libro denuncia su descaro
sexual, la ginecológica llaneza con la que trata los instintos primordiales de
la reproducción. Sin embargo, el hambre perpetua y la angustia de comer son las
fuerzas volcánicas que agitan a Henry Miller en sus callejeos parisienses: “He
fingido que ya había comido, pero habría podido arrancar el pollo al niño de
las manos”. Trópico de Cáncer está
completo en esa confesión salvaje, pero este libro no pudo ser hecho de otro
modo. André Gide sentenció que con buenas intenciones no se escriben buenas
novelas; habría que añadir que con malas palabras también puede escribirse gran
literatura.
Henry Miller no corrompe. Ningún poeta obra el
prodigio de cambiar la moral de los otros; a lo más, aviva la semilla previa de
la ética o la infamia. Mis amigos que leyeron a Miller aún trabajan para vivir
(nunca fueron hijos de la reina Isabel, digamos). En cambio, no creo que los
grandes canallas sepan de Trópico de
Cáncer. Están más ocupados cometiendo el pecado que leyendo sobre él. Llama
la atención cómo algunos pueden desfalcar bancos y estafar electores con tan
escasa cultura literaria.
Ahora, el estilo. Por dentro de las anécdotas
grotescas, por debajo del vuelo de reflexiones alucinantes, fluye el río
poderoso de un estilo trabajado hasta el extremo. Miller logra la cuadratura
circular de una prosa que parece espontánea, desmadrada, líquida, pero que
realmente es heredera de una batalla vital contra la simpleza y el lugar común.
Henry Miller cuenta que reescribió la obra varias veces. Entro a machete en la
fronda de sus hojas y la redujo a la cuarta parte antes de dar el libro a la
imprenta. Así, a la vuelta de la esquina de una línea puede uno encontrarse
sorpresas como estas: “Por la rue de
la Monnaine, el viento corría como una cabellera blanca encrespada”; “La gente
que vive aquí está muerta; hace sillas en las que otra gente se sienta en
sueños” (traducción de Carlos Manzano; Editorial Cátedra).
He releído Trópico de Cáncer veintinueve años
después del primer encuentro – reincidencia peligrosa porque algunos vuelven a
sus fuentes para ahogarse en ellas-. El libro resistió el asalto. He lamentado,
sí, su indiferencia casi animal por el sufrimiento de la gente y por la
injusticia, ya que el libro está roído por el ácido de un nihilismo que no ha
conocido un instante de bravura. “Ya no debo lealtad a ningún país, ni tengo
responsabilidades, ni odios, ni preocupaciones, ni prejuicios, ni pasión. No
estoy a favor ni en contra. Soy neutral”.
En un relato posterior, Miller se declararía
“patriota del distrito 14” de Nueva York. Reedición golfa de Diógenes el Can,
el perro neoyorquino confunde la “ciudadanía del mundo” con la indiferencia
universal. El universo es bastante grande, como se sabe, pero no lo suficiente
para que se esconda en él la injusticia que ocurre a un par de metros de
nosotros. Esta es la moral distraída que no han condenado los moralistas-jueces
de Henry Miller, obsesionados por el sexto mandamiento (cualquiera es culpable
si uno sabe interrogar).
El libro se atasca también en sus divagaciones
“metafísicas”, que nos dan páginas y páginas redondas –o sea, sin pies ni
cabeza-. Las ideas se asocian, se repelen, se disparan, en un big bang desquiciado que nos hunde en un
magma primordial – aunque tal vez el propósito de Miller haya sido hacernos
girar en la tromba de un pensamiento anárquico que es el reflejo de las mismas
ciegas correrías de los personajes - .
Sin embargo, el libro mantiene la energía y el
humor de sal gruesa que hacen de Henry Miller una rama insólitamente yanqui de
la picaresca española, y un nieto marrullero del Arcipreste de Hita, admirable,
tonsurado y gozador.
Después de todo, el viejo perro de Nueva York
sigue escribiendo su grito de libertad.
(Abril de 1997).
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