27 de febrero de 2018

EL PUEBLO Y EL ROCK (Conversatorio, 1986)









Volante de la exposición “La esquina es la misma” repartido
en la última edición del festival musical Lima Vive Rock.






    Los días 18, 19 y 20 de agosto de 1986, dentro del marco celebratorio de la Semana Mundial del Folklore, la Municipalidad Metropolitana de Lima organizó un conversatorio sobre música popular en el teatro Manuel Ascencio Segura. El evento estuvo dividido en algunos géneros musicales difundidos en nuestro país: el huayno, el vals, la chicha y el rock. El evento cultural contó con la participación de periodistas, productores, antropólogos y músicos involucrados en el tema.
En la sección dedicada a la música rock y su audiencia hizo su exposición el periodista Álamo Pérez Luna, responsable de la columna “Rock mayor” del diario La República y uno de los difusores del género a nivel de medios escritos como entrevistador y crítico musical. Pedro Cornejo Guinassi, presentado como jefe de redacción de la revista Esquina, participó como panelista.     
Álamo Pérez Luna consideraba que el rock goza de vitalidad, aspecto que debe comprenderse si entendemos que el rock fue y sigue siendo un movimiento musical social generacional y que debe mantener una estrecha correlación comunicativa con su audiencia. 







El pueblo y el rock




“Nacido a principios de la década del cincuenta, como una propuesta de ruptura dirigida contra el rígido sistema de convenciones y modelos puritanos de la sociedad norteamericana, no pudo escabullirse de la lógica del negocio y del consumo capitalistas. Este proceso delinea la ambigüedad en la que siempre ha estado inmerso, que ha llevado alternadamente a catalogarlo como reaccionario o progresista. Sin embargo, su calidad estética y sus logros estilísticos, su apertura hacia la experimentación y la integración de ricas influencias, su capacidad para renovar gustos y romper lugares comunes musicales, lo empinan más allá de la función que se le quiso asignar.

El rock como fenómeno netamente urbano va tomando cuerpo en la década del sesenta y a través de algunos grupos evoluciona y adopta nuevas formas, sin que pueda hablarse estrictamente de una manifestación propiamente peruana. Luego del interregno abierto en los setenta, que podría vincularse a la política cultural del régimen militar, el dinamismo del rock nativo se incrementa durante los ochenta. Este renacimiento no es casual que se produzca ante un país que atraviesa la peor crisis de su historia. Nuevas vivencias y sufridas inquietudes de adolescentes, que ya no pertenecen necesariamente a los sectores medios, afrontan la marginación y la desesperanza, encontrando una veta de expresión en el rock.

Es aún temprano para intentar un análisis totalizador del rock peruano y sus avances musicales. No obstante podemos constatar que ha salido de su encierro social y va ganando una dimensión que antes nunca tuvo. A pesar de su falta de difusión en estaciones radiales y televisoras, que prefieren seguir importando un rock menos sublevante, hoy amplios sectores juveniles optan por un rock en castellano que les habla de sus frustraciones. Pese a su estadío, todavía embrionario, los rockeros del Rímac se van abriendo paso, cimentándose su dinamismo en la existencia de mejores músicos y artistas que cantan e interpretan composiciones próximas a la sensibilidad del muchacho de La Victoria o Breña.

Es iluso pretender que el rock nacional se universalice entre todos los estratos de las nuevas generaciones de este país. El rock nunca ha querido institucionalizarse como la música de todos. Por el contrario, demarcó territorios generacionales y ha posibilitado la convivencia de tendencias. Ello quizá constituya una de las razones de una sobrevivencia espontánea y contradictoria que busca sucesivamente nuevos espacios. Así tenemos desde el rock pesado hasta el ligero. Variaciones que insisten tanto en connotaciones melódicas como subterráneas, búsquedas de fusión con la música andina y otros géneros que nos pueden deparar una consolidación cada vez más creciente.

Muchas voces critican las manifestaciones rockeras por aspectos extramusicales de los grupos subterráneos, como el irrespeto de normas y convenciones sociales, o las veleidades anarquistas de sus letras. Olvidan que juventud es sinónimo de humor, desafío y libre expresión de sentimientos e ideas, vivencias que no pueden ser ahogadas, y que en todo caso, son reales. Otros, maniqueístamente, dividen el mundo de la música entre lo liberador y lo enajenante, en forma por lo demás simplista. El rock es música, es letra, es ritmo, es cambio. Incluso, no es necesario a veces –en el caso del rock– escuchar una letra para interiorizar un cierto sentimiento de ánimo. En ocasiones, el ritmo es suficiente, invitándonos a bailar, desfogar o canalizar tensiones o pulsiones interiores. Obviamente, las letras en castellano promueven una identificación más explícita, más veloz, más simple, si se quiere, sin referencias necesariamente clasistas, sino más bien generacionales. Ello puede desconcertar al que pretende una aproximación esquemática entre rock y sociedad.
Por lo demás, ninguna forma artística con raigambre nació necesariamente con raigambre. Todo canal de expresión fue formando su público, en una interrelación estrecha con ese mismo público. Y el rock nacional va caminando seguramente hacia allí, quizá lentamente, en medio del caos que lo caracteriza, sin un Pink Floyd o un Frank Zappa en el firmamento, y hasta con traspiés y retrocesos.
No basta formular una propuesta musical que transmita a los jóvenes necesidades significativas. La comunicación artística requiere de masas y colectividades proclives a asumirlas. Uno de los límites de la expansión rockera de los grupos nacionales ha sido, indudablemente, la actitud renuente de los medios. Pero también es cierto que durante mucho tiempo los grupos locales creyeron en el camino de la imitación de lo extranjero. No percibieron que sólo el talento y nuevas raíces podían competir con la perfección y adelanto de los nuevos equipos de sonido. Las carencias tecnológicas tendrán que suplirse con creatividad e imaginación. El bloqueo de la radio, la televisión y la industria musical, tendrá que ser remontado con circuitos alternativos y sellos discográficos que evadan el monopolio que impone el mercado de la comunicación.
Pero todo ello no bastará si los grupos se alejan de las ideas, los sentires y necesidades de un espectador que encuentra en el rock una vía de expresión.



FUENTE:
Pérez, Álamo (1986). El pueblo y el rock. En: Huayno, vals, chicha, rock: ¿Música popular peruana? Lima: Centro Peruano de Estudios Sociales (CEPES), pp. 33-36.

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